Conocer el propio país es menos difícil que conocer a esa mujer que viaja contigo unos instantes en el ascensor; podías decir de ella todo lo que quisieras y no te habrías acercado ni un miligramo a cuánto hubiese de verdad en su interior. Das la vuelta a la llave de tu casa y en tu memoria se ha destruido ya su presencia, sus vagas formas, su camisa de clérigo; la recordarás una noche en un sueño, en una pesadilla; su traje de muerto, su vaivén con las llaves, su anillo en un dedo equivocado, que brilló un momento con un centelleo ante la tecla del piso cuarto. Nada más. Conocer tu propio país, tu propia región, el pueblo en el que vives, a la esposa que duerme ahí al lado, es tan difícil como conocer a tu mano derecha. Tu mano derecha no sabe qué hace tu mano izquierda. Qué no tendrá, pues, de difícil conocer los EEUU a través de un ligero libro de menos de trescientas páginas: un fracaso satisfactorio, eso es lo seguro.
“Viajes con Charley” es un libro austero, la historia de un hombre que, en una autocaravana a la que llama Rocinante, con un caniche azul, maniático e hipocondriaco como única compañía, intenta recuperar la idea de un país que ya no existe pero que sigue siendo el mismo de siempre. Y aun me parece algo más, el libro de un hombre que intenta recuperar parte de una juventud que se ha ido para siempre. Steinbeck es el escritor de hombres y de ratones, de uvas de la ira, de cortes del rey Arturo y de excursiones por los mares de Hernán Cortés a la busca de especies marinas desconocidas. De eso y de muchas otras cosas. Pero es sobre todo el escritor de una forma de ver los Estados Unidos de Norteamérica, que se nos presenta con héroes y villanos, de pantalones de peto sucios y raidos y caras lavadas como Henri Fonda de John Ford; de evocar el país de la Ruta 66, con bares- gasolineras que no han cambiado desde los lejanos tiempos, con la camarera amable y desenvuelta, el cocinero estoico y los camioneros curtidos en la batalla del asfalto. Bares y personas que parecen tan viejos y fosilizados como el gran cañón del Colorado y que se multiplican en los espejos de otros escritores, de otros cines, de otros pintores. Tan viejos como la soledad de los hombres que viven juntos en la Gran Manzana y cazan bisontes de acero, como la soledad de los edificios y las mujeres absortas de Hopper, o la soledad de Ignatius Reilly y sus perritos calientes filósofos. Individuos americanos que no dejan de mirarse el ombligo, que odian al cosmopolita nacional y extranjero y que son ya parte de nuestra cultura como puedan serlo también la cocacola, Bob Dylan o el discóbolo de Mirón.
El país que se nos presenta es tan irreal e impenetrable como el alma de la mujer desconocida que te acompaña casualmente en un ascensor, pero cuando acabo este libro, sencillo y aseado como niño en domingo, tengo la sensación de conocer un poco mejor un mundo que no he pisado más que a través del cine, de la literatura, de la música; un país que me ha colonizado desde hace tanto tiempo que ya casi tengo tanto de norteamericano como el judío de las guedejas que camina por Brooklyn, el granjero paleto de Arkansas o el ejecutivo pisaverde de Wall Street. Y sobre todo tengo la sensación de conocer un poco mejor al escritor huidizo y campechano que salió a dar una vuelta, alejándose un poco de las tapias de su jardín, para caminar por el inmenso Barrio en el que un día fue su hogar.
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