Con la muerte de Fernando Múgica desaparece uno de los últimos reporteros clásicos, capaces de contar sobre el terreno una guerra o un terremoto, y de hacer una crónica sobre un suceso local cuando hacía falta, transmitiendo siempre datos rigurosos sazonados de emociones capaces de informar y conmover a los lectores o espectadores. Una especie en grave peligro de extinción, ante la grave crisis que sufren las empresas periodísticas, el medio ambiente donde se desarrolló décadas atrás. Los enviados especiales, informadores todo terreno, enamorados de su oficio hasta jugarse la vida para contar con verdad los hechos de que eran testigos.
Por supuesto que quedan reporteros de pura cepa, capaces de tomar el relevo y mejorar los registros de las generaciones anteriores. Los hay en muchas redacciones. En la de EL MUNDO, por ejemplo, están Pedro Simón -recién premiado por la Asociación de la Prensa como mejor periodista del año- o Alberto Rojas. Pero lo tienen mucho más difícil. Son tiempos muy distintos, mucho más complicados, de los que vivieron otros grandes corresponsales volantes, como Diego Carcedo o Manu Leguineche.
El propio Manu lo dijo con rotundidad, cuando ya casi no podía hablar. En un homenaje, reunidos en torno a su silla de ruedas, sus compañeros de profesión le escuchamos esta sentencia: “el periodismo ha muerto”. Manu no se refería al oficio. Hablaba del periodismo que él había hecho y que le gustaba leer, en el que aún creía: las crónicas de corresponsales que cuentan lo que ven con sus propios ojos. Y es cierto: ese buen periodismo está muriendo. Ya casi no hay enviados especiales como antes, sino redactores que refritan las noticias distribuidas por las agencias internacionales. La crisis de los medios ha reducido al mínimo los desplazamientos. Los corresponsales van desapareciendo o se convierten en colaboradores mal pagados. La frustración se extiende entre los jóvenes periodistas que ven cerrados todos los caminos. Y los lectores parecen no darse cuenta.
Mientras, las portadas -que ahora se llaman la home– de las ediciones digitales, incluso las de los periódicos más serios y rigurosos, se llenan de banalidades como vídeos de gatitos, hechos chocantes e incluso de noticias del corazón, cuando no de recetas de cocina. Tal pobreza periodística produce lectores peor informados, menos conscientes. La banalización del trabajo informativo facilita y disimula el trabajo de las perfeccionadas maquinarias ocultas de censura y manipulación, que -como describió Ryszard Kapuscinski- se dedican a fabricar mentiras, esgrimir medias verdades, cambiar el sentido último de las expresiones… y administrar escrupulosamente los silencios. Pero no hay una sola información ingenua y la publicación de ninguna noticia es baladí. Ha llovido mucho desde que Roberto Rossellini denunció el inicio de “la escalada de la difusión del atontamiento colectivo”, señalando que “poder económico, a través de los medios de comunicación, proporciona a las masas unas diversiones distractivas, trastornadoras y narcóticas”. Ese otro periodismo directo, de fuentes propias, capaz de constituir los ojos y los oídos de la opinión pública en lugares arriesgado y remotos, está en trace de desaparición. Uno de sus enamorados fue Fernando Múgica.