A los 87 años, Emilio Lledó (Sevilla, 1927) aún se encierra cada mañana en su despacho para estudiar filosofía. “Es lo que he hecho toda mi vida: estudiar, enseñar, reflexionar”. Cuando hace un año le anunciaron que había ganado el Premio Nacional de las Letras Españolas, primero se alegró (“sobre todo por mi familia”) y a continuación lamentó el tiempo que perdería de estudio. No imaginaba que después vendría el Antonio Sancha de los Editores y, por último, y como colofón a “un año de locos”, el Princesa de Asturias de Humanidades. El filósofo, que hoy recoge el premio, recibe en su casa a El Cultural. Además, Leonardo Padura (Princesa de Asturias de las Letras) es retratado por su amigo y primer editor, Felipe Hernández Cava. Son, con Francis Ford Coppola, los premiados en 2015 por su trayectoria cultural.
ALBERTO GORDO | 23/10/2015 | Edición impresa EL MUNDO
Cuenta Emilio Lledó que a los diez años descubrió la literatura gracias a un maestro que le hacía leer y comentar El Quijote. Y que muchos años después, en Heidelberg, donde trabajó con algunos de los más importantes filósofos del pasado siglo, aprendió a pensar. Su trayectoria está reflejada en títulos como El silencio de la escritura o Elogio de la infelicidad. Libros en los que reivindica la utilidad de la filosofía, que “surge siempre de una necesidad de entender el mundo y de justificar nuestra forma de instalación entre las cosas, entre los hombres y, también, entre las palabras”.
Emilio Lledó recibe a El Cultural en su casa un día después de las elecciones catalanas. En una conversación previa, sugirió que evitásemos el tema, aunque es inevitable pensar que mucho de lo que dice es reacción al discurso político de ciertos líderes, pues toca su campo de reflexión constante: el lenguaje, sus usos y deformaciones, y la puesta en presente (de la educación a la política, de la ética económica a la responsabilidad de los medios de comunicación) de las imperecederas, pero a menudo olvidadas, enseñanzas de los clásicos: “La alternativa al humanismo -dice- es la barbarie”. “Antes apuntaba las atrocidades que oía, pero ya he dejado de hacerlo. Por ahí tengo lo último que le oí decir a un ministro. Dijo que los trabajadores estaban en la diatriba de dejar el empleo o aceptar una bajada de sueldo. Diatriba, dijo. ¿Qué querría decir? Seguramente nada. Es la incultura más absoluta. La gente lo entendió, supongo, y eso parece suficiente. Ese es el nivel de nuestros representantes públicos: un nivel de trivialidad e ignorancia nunca visto”.
Pregunta.- ¿Por qué prefiere no hablar de Cataluña?
Respuesta.- Es que no me parece saludable. Es tanta la trivialidad que hemos tenido que soportar… es espantoso. Tanto de un lado como de otro. Es un asunto tan delicado que hay que pensar muy bien lo que se dice.
P.- Habla de dos lados, pero muchos no lo ven así. No creen que exista, o no al menos como un elemento apreciable en el conflicto, el nacionalismo español. ¿Usted qué cree?
R.- ¡Claro que existe! Y es producto, como el otro, de la ignorancia y los mitos.
P.- ¿Y qué papel juega en esto el famoso autoodio de los españoles? ¿No cree que lo que ocurre se debe en parte a que ciertos políticos fomentan y mercantilizan ese odio?
R.- No creo que exista ese autodio en España; en todo caso, existe un rechazo a los políticos. El pueblo español es inteligente, sensible y crítico, y no merece los gobernantes que padece. Creo, con todo, que no es adecuado hablar de país sin hablar antes de individuos. Y solo la cultura propicia individuos completos. Esa es la lucha esencial del ser humano, que comienza en la infancia. En griego la cultura era la paideia, es decir, la educación, que es el único arma que tenemos. Un hombre educado acepta o rechaza, discute y reflexiona sobre lo que le han enseñado.
P.- Sostiene que la verdadera cultura garantiza una mejora de todo lo demás: de la desigualdad a la corrupción política. ¿No le parece utópico?
R.- Puede sonar utópico, sí. Pero las cosas verdaderamente importantes se han conseguido siempre gracias a un punto de utopía. ¿Es posible una cultura que tenga el sueño de la verdad? No lo sé, yo en todo caso lo deseo. ¿No es mayor la utopía en que vivimos? Lo monstruoso, lo inverosímil es la corrupción, es la degeneración mental. Ahora que se habla del género humano, yo creo que habría que inventar otro término, pero para rehuirlo: el desgénero humano.
P.- Su obra, a diferencia de sus declaraciones en prensa, irradia optimismo. Frente al ser para la muerte de Heidegger, el ser para la vida de Lledó. ¿Qué prevalece en usted, el optimismo o el pesimismo?
R.- Soy optimista. En mi experiencia, aun con el dolor que uno arrastra en la vida, prevalece lo interesante, lo gozoso. En contra de lo que dice Platón, no creo que la filosofía sea una meditación sobre la muerte. Soy más bien partidario de Spinoza, para quien solo podemos alcanzar la sabiduría a partir de una meditación sobre la vida. Aunque a veces no puedo evitar el pesimismo. Cuando me encierro en mi despacho a estudiar filosofía, a veces pienso: ¿en qué mundo estoy?
Frente a Lledó, sobre la mesa baja del salón, está el periódico del día. ¿Qué le indigna de lo que ha leído hoy? Lledó mira la portada. “Aún no he tenido tiempo de ojearlo, pero el otro día, cuando vi las fotos de todos esos migrantes… Me sorprende esa insistencia. No se habla de los porqués de su situación, de las causas de la guerra en Siria. Y nadie interviene. Me recuerda al genocidio de Ruanda, que de pronto desapareció de los medios. Como desaparecerán estos pobres migrantes en cuanto dejen de llegar a las costas de Europa”.
P.- ¿Y quién tiene la culpa? ¿Los medios solamente?
R.- Los medios tienen una responsabilidad. Es importantísimo vuestro papel, y no lo debéis perder de vista. Por algo se os conoce como el imperio mediático.
La televisión, ¿ilustra o idiotiza?
Cuando habla de imperio mediático, Lledó pisa terreno conocido: él mismo presidió en 2004 un comité para la reforma de los medios de comunicación públicos, aunque no tiene televisión en casa. “Muchos me criticaron entonces, dijeron que yo no tenía nada que decir sobre la televisión porque no la veía… ¡como si hiciera falta! Perdí todo un año de mi vida, a los setenta, estudiando el tema, me convertí en un verdadero erudito, y luego no nos hicieron ni caso. Mi opinión hoy es que los medios, y en particular la televisión, son importantísimos, porque en sus manos está ilustrar al país o idiotizarlo del todo”.
P.- En Identidad y educación escribe: “No podemos enorgullecernos de haber nacido en un país, en una lengua, por muy feliz que pudiera ser, porque tal suceso es fruto del azar, del destino”. Esto se da en su biografía: andaluz por casualidad.
R.- Totalmente casual. Andalucía, Vicálvaro, Madrid, Heidelberg, Berlín, Valladolid, La Laguna, Barcelona… he vivido en todos estos sitios, así que ¿de dónde soy? De todos y de ninguno. De cada lugar me he llevado lo bueno y lo malo. En Barcelona viví una gran tragedia, la mayor tragedia que puede vivir un hombre joven, que es perder a su mujer, pero viví también experiencias gratificantes, maravillosas. De un lugar tan lejano para mí como Vicálvaro, en donde estuve de niño, me llevé el recuerdo de mi maestro Francisco, que nos enseñó a amar al Quijote. Y eran tiempos de guerra. Unos chicos jóvenes se enteraron de quién era Francisco, por cierto, y me regalaron hace poco un retrato suyo.
Lledó nos muestra la fotografía de un hombre de unos treinta y cinco años. “Es probable -dice- que tuviera que ver con la Institución Libre de Enseñanza. Después de la guerra lo depuraron y no sé dónde acabó. Yo me fui de Vicálvaro poco después, cuando mi padre murió. Nos mudamos a Madrid, a un modesto pisito de la calle Bocángel. Me llamó muchísimo la atención el nombre: Bocángel. En El surco del tiempo puse los tres tercetos de un soneto suyo sobre el tiempo”. Y recita de memoria: ‘Lo que pasó ya falta, lo futuro / aún no se vive, lo que está presente / no está, porque es su esencia el movimiento. / Lo que se ignora es sólo lo seguro, / este mundo, república de viento, / que tiene por monarca un accidente’.
P.- En Madrid estudia Filosofía y Clásicas y después se va a Heidelberg a ampliar estudios. Es el camino que han tomado muchos jóvenes, aunque con propósitos bien distintos. ¿Qué recuerda de aquella aventura? ¿Por qué decidió irse?
R.- Yo era un muchacho de 53 kilos, esquelético, y no sabía alemán. Me fui porque sentía que este no era mi país. España estaba llena de tristeza, de frustración. Sabía que Ortega había ido a Alemania y conocía, claro, la gran tradición alemana de pensamiento. Cuando llegué me quedé impresionado; aún coleaba la posguerra. Existía la conciencia de que algo había fallado en el país de la libertad, en el país de Bertold Brecht, de Einstein…
P.- Allí conoció a Gadamer. Palabra y Humanidad, su último libro, se terminó de imprimir en febrero de este año, cuando se cumplen 115 años del nacimiento del gran filósofo…
R.- Gadamer me cambió la vida. Yo llegué a Alemania sin saber quién era. Él tenía algo más de cincuenta años y era un profesor muy bueno, como tantos allí, pero todavía no había escrito Verdad y Método y no era conocido. Empecé a ir a sus clases, pero no entendía nada, así que me apunté a alemán. Meses después me presenté en su despacho. Fui con mi alemán todavía balbuciente y Gadamer no me entendía nada. Acabamos hablando francés, aunque yo tampoco lo dominaba. Le debí de caer simpático, o al menos le parecí original, pues hizo posible que me concedieran una beca de la universidad con la que viví seis meses hasta que obtuve la beca Humboldt.
El cultivo de la sensibilidad
P.- Ha elogiado en muchas ocasiones el sistema educativo alemán. ¿Qué podemos aprender de él?
R.- Lo más importante: el cultivo de la sensibilidad, que es contrario al sistema asignaturesco con que se mortifica a los muchachos en España. Viví en Berlín entre 1988 y 1993 y nunca olvidaré a los niños de ocho o diez años sentados en sillitas en los museos, atendiendo a un profesor que les explicaba con entusiasmo un cuadro de Boticcelli o de Rembrandt. A eso me refiero con la educación desde la base, al cultivo de la sensibilidad, a la enseñanza de la mirada.
P.- Vivió en el Berlín de la reunificación. ¿Qué recuerda?
R.- Fue emocionante. Los alemanes querían unirse, sabían que era lo mejor, cuando lo fácil hubiera sido rechazar a quienes venían de una experiencia política tan distinta. Pero se querían unir, y lloraron de alegría cuando lo consiguieron. Ahí me di cuenta de que si tú quieres destruir un país, desgárralo. Divídelo. Saca, mediante manipulaciones burdas, pequeñas identidades colectivas.
P.- Como filósofo del lenguaje, ¿qué opina de su manipulación política? Ha escrito que “si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos”.
R.- En todas las lenguas existe esa degeneración del lenguaje. Tópicos, trivialidades que satinan las palabras hasta hacer que te escurras por ellas sin control.
P.- Una palabra que ahora se escucha a menudo es populismo. ¿Está de acuerdo con que se denomine así a partidos como el de Pablo Iglesias?
R.- De ningún modo. Es una palabra cuya utilización política me repatea. La usan como si fuera un insulto, de una manera despectiva e ideológica, utilizándola como sinónimo de demagogia. Su utilización suele esconder demagogia pero desde otra perspectiva.
P.- ¿Tenemos que defender las lenguas o se defienden solas?
R.- Las lenguas necesitan que las defendamos, pero existe una confusión entre lengua materna y lengua matriz. La lengua materna es importante. Fíjese en el término: lengua materna, una lengua que te acoge como una madre, que te da el sustento, que te amamanta. Pero la importante es la lengua matriz, la lengua que tú te construyes; eso es lo que tú eres, tu verdadera identidad, y lo que tienes que defender. No me explico cómo en ciertos lugares han logrado sembrar la confusión entre tanta gente. El individuo ha de pensar por sí mismo, ha de discutir, reflexionar, pero nunca ha de dejarse llevar por una masa informe, contradictoria y sentimentaloide.
Atravesados por los afectos
P.- ¿Qué diferencia lo sentimental de lo sentimentaloide?
R.- No tiene nada que ver lo uno con lo otro. Lo sentimental, los sentimientos son propios del ser humano. Somos afecto, somos amor y somos odio. Todos estamos atravesados por la flecha de los afectos y del lenguaje, y hay que educarse en ambos. Los héroes griegos ya estaban atravesados por estas mismas pasiones. Hasta los caballos lloran en la Ilíada, Aquiles llora por Patroclo… Hay un pasaje maravilloso en la Odisea, cuando Ulises llora a la orilla del mar porque Calipso no le deja irse; entonces Calipso se acerca a él, comprensiva, y le dice que, si supiera de los peligros que le esperan, se quedaría con ella en Ogigia. Y le ofrece la inmortalidad: quédate, le dice, aunque estés llorando por tu esposa,”de la que sufres soledad todos los días”. Y Ulises, por primera vez, que yo sepa, en la literatura occidental, elige la pesada vejez y la muerte. Es un prodigio de sensibilidad.
P.- Juan A. Canal utiliza una cita de Terencio, “Nada humano me es ajeno”, para introducir su libro Palabra y humanidad (KRK). ¿Resume bien lo que ha de ser un intelectual?
R.- Y lo que son, sobre todo, las humanidades. A veces se habla de las ciencias, pero ¿es que las ciencias no son humanas? Es una monstruosidad lo que están haciendo con las humanidades los planes educativos. Pienso en la Biblioteca Clásica de Gredos, que es una de las grandes aportaciones humanísticas de la democracia. ¿Es que la labor de todo ese plantel de profesores y filólogos ha sido inútil? Dentro de cincuenta años lo más seguro es que nadie sepa griego ni latín para actualizar las traducciones. Ahora se obsesiona a los muchachos con que han de ganarse la vida, pero eso es la muerte de la universidad, y del pensamiento. El estudiante, mientras estudia, ha de obsesionarse con el derecho civil, con la filología clásica, con la fisiología animal, con la química orgánica, con la medicina. Ya tendrá tiempo de ganarse la vida. La riqueza de un país no está en el tamaño de sus empresas, sino en los cerebros que hay detrás.
Lledó tiene sobre la mesa un poemario de Joan Margarit, y algunas novelas actuales. Está picoteando en varios libros, dice, aunque sobre todo relee. “A mi edad hay que pensar muy bien en qué se emplea el tiempo. Sigo leyendo a los griegos, lo que siempre he leído, y vuelvo una y otra vez al Quijote“. Antes de que nos despidamos, se levanta y coge de la biblioteca del pasillo una ajadísima edición de Austral de la obra cervantina. La tiene anotada de principio a fin. “Lo he leído por lo menos quince veces, casi siempre en ediciones baratas. Y aprendo continuamente; esta es la magia de Platón, de Aristóteles, de Sófocles, de Tucídides, de Aristófanes, de Cervantes, de Gracián. Siempre son nuevos, y se mantendrán frescos cuando nosotros ya no estemos”.
Libertad de conciencia
Emilio Lledó pasa páginas en busca de un pasaje que subrayó hace unos días. Se detiene en la segunda parte. De regreso de la Ínsula Barataria, Sancho se encuentra con el morisco Ricote. Se abrazan, se sientan y Ricote le cuenta sus penalidades. “Aquí está el párrafo -dice el filósofo-: ‘Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia’.”Fíjese -concluye Lledó cerrando el libro-: libertad de conciencia. Es un término típicamente luterano; ¿dónde pudo aquel hombre haber leído algo así? ¿No es maravilloso que Cervantes ya hablara de nuestro derecho a pensar libremente?”.