Quién lo diría, pero Gregorio Luri no tenía una vocación docente. Sólo sabía que estudiar era la alternativa al campo. Y que Magisterio, en Navarra, es lo que su familia se podía permitir. Ni ir a Zaragoza ni la privada. Cuando habla de los niños pobres, lo hace desde la experiencia, aunque el pudor le impida dar detalles. “Y tanto que sé”, dice. Se echó novia, ahora mujer de muchos años, que quiso estudiar Psicología en Barcelona y allí se fueron. Él siguió con Magisterio. Sus padres le enseñaron el “amor al trabajo bien hecho y huir de las excusas, porque es lo que más infecta al alma”. “No consigues la autonomía personal echando la culpa a alguien”, remata. Si había que ser profesor, sería bueno. Cree que uno se motiva solo, “creando el relato de tu propia vida”. “No puedes ir todos los días a trabajar al Paraíso”, dice y añade su frase favorita de Nietzsche: “Donde no puedas amar, pasa de largo”. Él lo ha buscado. Encontró el amor también en sus libros. El trabajo bien hecho del que le hablaban sus padres. Y en aquella novia, hoy abuela, por la que llegó a Barcelona, donde siempre fue Gregorio, como le habían bautizado. Tiene dos títulos en las librerías, ‘¿Matar a Sócrates?‘ y ‘Mejor Educados’. Lleva todo el verano inmerso en el siguiente, titulado provisionalmente ‘Fe, Esperanza y Caridad’, sobre Caridad Mercader, madre de Ramón, el asesino de Trotski. Es Gregorio Luri, navarro en Cataluña.
- Le preocupa que nadie se ocupe en serio de la educación de los niños pobres. Que ahora se diga que los resultados de PISA tienen que ver con el estatus socioeconómico de la familia y poco más…
- La diferencia entre los niños culturalmente ricos y los culturalmente pobres es doble. En primer lugar, es una diferencia de conocimientos, porque los ricos siempre están reforzando en casa lo que aprenden en la escuela, mientras que los pobres hay muchas cosas que, si no las aprenden en la escuela, no las aprenden en ningún sitio. Un niño culturalmente rico escucha un promedio de 2.150 palabras por hora, mientras que el pobre apenas llega a las 620. El momento crítico para los niños culturalmente pobres es tercero de Primaria, cuando pasan de aprender a leer a aprender leyendo. Los que mejor leen, más aprenden y las diferencias iniciales se incrementan. El fracaso escolar es básicamente un fracaso lingüístico. El mayor escándalo de nuestra escuela es que, en cuarto de Primaria, ya podemos identificar a los niños que fracasarán académicamente. En segundo lugar, es una diferencia de agenda al acabar la enseñanza obligatoria. Todos sabemos que, para encontrar un trabajo, una buena agenda es más importante que un buen currículo.
- ¿Ha leído el libro de Amanda Ripley, ‘Los chicos más listos del mundo’? Explica cómo la directora de un colegio, en un barrio todo lo pobre y conflictivo que puede ser en Helsinki, dice que procura no empatizar con los problemas de los niños en sus casas…
- Hay un profundo cinismo en la oferta de empatía a un niño pobre, porque no le ayuda nada a buscar salidas a su miseria. Los pobres necesitan herramientas intelectuales, no nuestra lástima. Es decir, debemos ofrecerles nuestro respeto. Para ello hay que decirles claramente que no hay alternativa pedagógica a los codos. No existe el aprendizaje fácil de cuestiones complejas por una sencilla razón: la cultura es siempre elitista. Quien no entienda la diferencia entre las obras completas de Georgie Dann y un cuarteto de cuerda de Beethoven, no puede llamarse culto. Esto ha sido siempre así, pero hoy lo es aún más, porque las diferencias entre los intereses espontáneos de un niño y las demandas de conocimiento de la vida adulta son cada vez mayores.
- El secretario de Educación en EEUU plantea que los niños que vayan bien académicamente en colegios de barriadas marginales puedan estar internos en colegios con niños similares de lunes a viernes.
- Bart Simpson se queja de que, como va retrasado, lo llevan a una clase en la que se trabaja más lento, con lo cual su retraso no deja de incrementar. La pregunta que una escuela con una conciencia de servicio público debe plantearse es: ¿cómo compensar las desigualdades culturales familiares? La respuesta es triple: con profesores de mayor calidad, con una instrucción lineal y más horas de escuela. Hay experiencias internacionales que lo demuestran.
- La élite occidental sí que dispone que sus hijos sepan lo que es esforzarse para poder entrar en las mejores universidades. Creo que usted ha acuñado el término para eso, “aristocracia cognitiva”. Y eso puede ser origen de mayor desigualdad, algo que se impone como una preocupación del discurso político.
- Desgraciadamente la expresión «aristocracia cognitiva» no es mía. Me la he apropiado. Me parece que se percibe una mutación en nuestra pobre meritocracia. El mérito antiguo tenía que ver con la información que manejaba una persona; hoy, cuando la información es cada vez más asequible, lo valioso es lo más escaso y lo más escaso es la atención y la capacidad para identificar, buscar y ordenar la información valiosa, es decir, el criterio. Se dicen muchas vaciedades sobre la escuela del futuro, como que el conocimiento ya no será valioso. Pero para educar la atención y el criterio necesitamos conocimientos. El interés no es el motor del conocimiento, sino que el conocimiento es el motor del interés. El ignorante no tiene interés por lo que ignora porque no sabe ni que lo ignora, mientras que cuanto más sabemos de algo, más interés le descubrimos, más fácil aprendemos cosas nuevas y con más placer lo comunicamos.
- ¿Usted echa en falta en los discursos pedagógicos actuales, muy centrados en la creatividad, conceptos como el autocontrol y el coraje?
- Echo en falta más rigor. ¡Qué dejen de presentarnos como innovaciones experimentos fracasados hace cien años! Los que nos aseguran que la creatividad puede enseñarse deberían decirnos a quién se la han enseñado. Los demás no sabemos cómo producir ni Picassos ni Steve Jobs. Allí donde hay una personalidad creativa lo que encontramos es a alguien que conoce bien su oficio, que le dedica muchas horas y que es capaz de concentrarse intensamente en los problemas que desea resolver. Para eso necesita tener conocimientos. Los grandes hombres comparten una característica un poco deprimente: todos trabajan mucho.
- También cree que hay un abuso del concepto de espontaneidad, como si reprimirla fuera un sinónimo de opresión casi fascista.
- Eso que llamamos cultura es posible porque somos capaces de abrir un espacio para la reflexión entre la aparición de un deseo y su satisfacción. Los deseos son caprichosos y se despiertan sin pedir permiso en cualquier parte. Yo defiendo el poder educativo de la frustración, que es la represión que es capaz de ejercer un pastelero sobre sí mismo para no comerse los ingredientes mientras hace un pastel. Sin autocontrol, sin la capacidad para abrir el espacio de reflexión, no hay pensamiento estratégico. La idea de que la educación ha de desarrollar todas las capacidades del niño sólo pudo nacer entre pedagogos sin hijos que nunca impartieron clases a adolescentes. Hay muchas potencialidades que deben reprimirse: el robo, la mentira, la laxitud, etc.
- Y el caso es que son miles de padres los que han leído mucho sobre educación, más que nunca quizás; o sea, los que sienten una obligación de educar bien a su hijo y, si no lo consiguen, se sienten culpables y responsables.
- La mayor parte de la literatura pedagógica dirigida a las familias no tiene por misión enseñar la naturaleza de la paternidad, sino ocultarla. Es hija de la pedagogía new age, que cree que un deseo es un hecho, y del mito tecnológico contemporáneo, que nos asegura que hay una respuesta precisa para cada problema. En las cosas humanas no es así. Ni los deseos son hechos, ni hay manera de controlar el azar. Eso que llamamos educar hay que tomárselo con mucha humildad. Podemos colaborar en el desarrollo de nuestros hijos y, sobre todo, evitar ciertos errores de bulto, pero la vida de nuestros hijos nunca está dúctilmente presente ante nuestras manos. Una familia no es un tubo de ensayo. Esto debería contribuir a relajarnos. Yo defiendo la introducción de dos nuevos artículos en los derechos del niño: “Todo niño tiene derecho a tener unos padres imperfectos» y «Todo niño tiene derecho a tener unos padres tranquilos”.
- “Para educar éticamente hay que ser ético. No hay otra”, dice usted.
- Educamos por impregnación. El órgano educativo de nuestro hijo es el ojo, no el oído. Y la impregnación es más eficaz cuando no sabemos que estamos educando, cuando nos comportamos espontáneamente, cuando mejor se exhiben nuestras convicciones morales. Si asumimos esto, debemos asumir también que no siempre damos a nuestros hijos ejemplos intachables. Para compensar la diferencia de altura entre nuestros buenos propósitos y nuestra conducta, sólo hay un medio: el amor. Una familia normal es un enorme chollo psicológico, capaz de sobrellevar sus neurosis cotidianas sin demasiadas estridencias.
- Los niños varones son los que peor lo están haciendo en los exámenes y el fracaso escolar se ceba con ellos. Usted cree que conceptos como «coraje» están en el olvido porque, quizás, se asocia con cierto machismo. Hay países en los que se plantea la educación diferenciada como una solución. ¿Cómo lo ve?
- Hay cuestiones escolares que tienen que ver más con los derechos civiles de una ciudadanía adulta en una sociedad liberal que con las opiniones de los pedagogos. La educación diferenciada o la educación en casa son dos ejemplos. Si el ciudadano propietario está convencido de que nadie puede imponerle una ideología política, una religión, una orientación sexual o estética, un modelo familiar, etc., ¿por qué ha de confiar la educación de sus hijos al Estado? Este es un problema mayor que ya, de hecho, está afectando a todos nuestros debates escolares, de ahí las crecientes dificultades de los legisladores para alcanzar consensos educativos amplios. Cada vez será más difícil ponernos de acuerdo sobre los contenidos mínimos que han de dominar las nuevas generaciones y cada vez será más necesario que los padres asuman la trayectoria educativa de sus hijos. Es más fácil y más cómodo criticar al ministro de Educación, sea el que sea, aunque no dispongamos de ningún paraíso educativo al que retornar, que llegar a un pacto educativo eficiente, amplio y estable. A los hechos me remito.
- En muchas memorias de británicos de principios del siglo XX hablan de la obsesión de aquellos internados por forjarles el “carácter”.
- La educación del carácter es esencial en la tradición pedagógica británica y no se puede decir que les haya ido mal. Se ha llegado a decir que las guerras mundiales las ganaron los británicos en los campos de deporte de Eton. Incluso ahora Nicky Morgan, secretaria de Educación, insiste en que la educación del carácter ha de ser equiparable a la formación académica. Nosotros consideramos mucho más ese discurso bonito de la educación en valores que es un fomento de la náusea en lugar del apetito. Les intentamos inculcar a nuestros alumnos lo mal que se han de sentir ante determinadas conductas, pero no les impulsamos a dar ejemplo, es decir, a manifestar sus valores en sus conductas.
- La excelencia está en boca de los políticos pero al hablar de ayudas a los alumnos excelentes, muchos se rasgan las vestiduras. No así con los deportistas de élite. ¿Por qué?
- La excelencia es un concepto que cada vez genera más reticencias en la escuela al mismo tiempo que es cada vez más demandado en sociedad, incluso por los pedagogos cuando van al dentista. La escuela ha sacralizado la equidad. Nadie pone en cuestión este principio socialdemócrata, ¿pero una equidad que no garantice la movilidad social, puede dejarnos satisfechos? En Andalucía, para un pobre será más relevante que pueda haber movilidad social que la equidad, pero claro, un sistema educativo con todos con un cuatro es muy equitativo. Los sistemas de éxito dan más excelencia que deficiencia, porque incrementan el capital social. Si producen más deficiencia que excelencia, y esto se puede comprobar con una resta en los resultados de PISA, o importan excelencia o tendrán un problema con su desarrollo futuro. La escuela tradicional estaba concebida como un puente de confianza entre la familia, donde el niño es querido incondicionalmente por ser quien es, y la sociedad, donde somos valorados condicionalmente, según lo que sepamos hacer. No tengo claro que la escuela sepa hoy cuál es su función. Obviamente, si se pierde el sentido de la función, se pierde también el de la excelencia.