En el clima social y espiritual de Galicia se observa, desde los comienzos del siglo XIX el prestigio creciente de los médicos. En un país cubierto hasta las raíces de poderosas instituciones monásticas y del clero secular en densidad de arcedianatos, parroquias y capellanías, la importancia del médico supera –aún en las tres primeras décadas del siglo, cubiertas por las doctas y entonadas sombras del siglo XVIII-, la de los canonistas y teólogos y aún la de los curiales, pese a la valoración apasionada del derecho entre las gentes y no sólo las campesinas. El estudiante de Medicina parece en el ámbito de Compostela de mayor relieve y la influencia del joven médico se observa en el campo. Muchas causas en el fondo reducibles a una central explican el proceso. El médico, desde sus primeras experiencias y noviciado en el anfiteatro, está en íntima relación con el terrible problema humano. Todas las relaciones, inexplicables, del alma y el cuerpo. Rompiendo el fino tejido de los velos teóricos, la realidad se le presente abrupta, desconcertante, irónica, terrible. Se derriban en pocas décadas grandes y prolijas estructuras recamadas por los siglos. Unas leyes desamortizadoras dejan en unos días desiertos los conventos y los prioratos. La Medicina mágica pierde valor.
En la gran soledad y ruina del antiguo régimen, el estudiante de Medicina se siente llamado a una empresa de liberación y regeneración, en un mundo cuajado de mil raíces vivas de supersticiones; y tiene que ser muy prudente y muy sereno su pensar para no caer en la pasión materialista, dura y amiga, con su manto de estoicismo y desdenes y su acerba ironía. Los estudiantes de Fonseca –desde 1840 se instala la Facultad de Medicina en el hermoso Colegio de finas y ponderadas labras renacentistas que fue de teólogos-, figuran a lo largo de todo el siglo en las avanzadas del romanticismo sombrío y pesimista, y de los partidos políticos extremos. Afinan y sutilizan su rebeldía ante las formas corteses y acreditadas, se complacen en manifestar la bronca y desoladora realidad del dolor y la muerte. Sin buscarlos, practican un ascetismo y sin armoniosas frases viven en la melancolía de la lejanía del espíritu. Los grandes doctores, ásperos y materialistas, como Broussais el bretón, paisano de Chauteaubriand y su condiscípulo en el colegio, son las figuras admiradas entre los estudiantes médicos.
Otras constantes del espíritu gallego operan también: el humorismo, el misterio y el arcaísmo de la sociedad aldeana. La estricta vida de ciudad fue muy limitada. Piénsese en cómo la norma del fino vivir en los ‘pazos’ se cumplía entre un público campesino y con una participación campesina. El médico, al contrario del jurista, se encontraba inmerso en una realidad mítica. Todos los miedos, magias, dones y esperanzas acudían a la cabecera del enfermo aldeano en su pobre lecho. El médico vulgar o adoctrinado en orgullo universitario reaccionaba con repugnancia y desdén. El espíritu mejor confiado en el nervio del propio ‘yo’ intransferible y en la riqueza y originalidad del mundo, sabía esperar, disfrutaba estudiando realidades no previstas en los libros y se le volvía verdadero amor la escueta y doctrinaria filantropía. Después del eclesiástico y con otros medios el médico era el profesional mejor situado en el estudio de la terrible y sorprendente realidad.
Admira el número y el valor –en muchos inicial y no sostenido- de los médicos gallegos, dedicados a la poesía y a diversas formas literarias. Unos se dejan llevar, como buscando el consuelo de amargar soledades, en el ritmo sin autor, siempre verde y joven, de la poesía popular. La dureza de la profesión explica en algunos como contraste y refugio la predilección hacia suaves y melancólicos lirismos. Podríamos apelar a recuerdos de vidas y hechos oídos de labios venerables sobre los médicos decimonónicos que, bajo un franco y desenfadado exterior en los tiempos de las intervenciones sangrientas y crueles, el olor del ácido fénico, los cuentos crueles y los sarcasmos del Hospital, tratamientos envueltos en comentarios humorísticos como el de ‘la manta’, guardaban el gusto de la poesía idílica y los recamados y pronto tópicos juegos del arte rococó en lo poético y de las formas afectivas del romanticiso ‘ad usum…’.
No pretendemos ni aún una nómina completa y sólo indicaremos en algunos poetas o literatos de profesión o por lo menos de estudios médicos, ciertas características que los singularizan sin haber sido, en muchos casos, desenvueltas y guiadas con sentido. Sin duda, el máximo de los poetas médicos gallegos es Pondal. Ignoran u olvidan muchos de sus lectores sus estudios y juvenil profesión de médico, pronto abandonados en los altares de una absoluta y exigente dedicación poética. Es proverbial su severidad en el poetizar. Mil veces revisa y mejora sus estrofas sencillas y poderosas. Eduardo Pondal Abente, varón de buen linaje, en la acepción de hidalguía y riqueza, solitario, absorto en su creación, logró larga vida (1835-1917) y su pronta fama se ve hoy día confirmada y exaltada por críticos y glosadores de las más modernas filas. En estos días sale a luz el primer tomo de la Historia de Literatura gallega moderna, de Ricardo Carballo Calero. Es de los más densos, documentados y profundos del libro, el capítulo dedicado a Pondal.
¿Qué debe su arte de firmes raíces étnicas, aristocrático, de raíz estoica, humano en un aspirar a la ejemplaridad del tipo espartano o del patriarcado celta a la disciplina del anfiteatro, a la profunda experiencia del Hospital, en cuyas amplias crujías y salones se acumulaban las formaciones y sedimentos del dolor de las campiñas?
Consta haber sido Pondal buen discípulo del mejor clínico compostelano de la mitad del siglo XIX, el doctor Varela de Montes. Fue también médico filósofo y humanista, prendido al sentido de los filántropos del siglo anterior, preocupado de las diferencias de nivel social y la amenaza del socialismo. No hemos encontrado referencias en Pondal de sus estudios médicos. Este silencio contrasta con los emocionados recuerdos de sus adolescencias de estudiante de latín y griego. En una publicación apenas conocida Fátima, de orígenes en la sentimentalidad de los moros granadinos, Pondal recuerda con respeto filial la enseñanza y tertulia doméstica del profesor doctor Ramón Otero, gaditano. Escribió un Tratado de Hidrología médica de Galicia, cuyas páginas luce sus condiciones de estilista.
NO estaría fuera de cauce rastrear en el aprendizaje de la clínica y el comercio con los enfermos un comienzo y ejercicio del conocimiento de la fortaleza física, de la dura paciencia que encubre la esperanza, en las gentes gallegas, por Pondal. En el lecho del enfermo se liberta ante el interno la fantasía de los pueblos imaginativos. El gran poeta de Queixume dos pinos, sólo practicó su carrera como médico castrense, en el Ferrol, y por poco tiempo.
De un tiempo anterior al de Pondal registramos por lo menos cuatro interesantes nombres casi olivdados: Vicente María Feijóo Montenegro (1813-1854); José López de la Vega (1825-1888); Francisco Fernández Anciles (1810-1881); José María Gil Rey (1815-1856). Son, en general, hombres de caracteres introvertidos. Ello no siempre era indicio de pasión romántica. El doctor Feijóo demuestra conocer muy bien la lengua gallega por un himno de inspiración dieciochesca y filantrópica. Contrasta con su vida solitaria la exuberante en generosas empresas y poemas inacabados, todo a mayor honra de Galicia, de López de la Vega, bohemio como Añón, fácil, entusiasta y viajero. Uno de los hombres que influyeron por su conversación. Alternó el pontevedrés Fernández Anciles la bucólica sentimental y la descripción, tentadora y peligrosa, en país de gravedades románicas y expresionismo barroco como Galicia, de las fiestas populares. Dejó recuerdo de su bondad y caridad como médico en las pobres aldeas del suburbio compostelano, de su pericia naturalista José María Gil Rey. Su revista Seminario Instructivo suena como la primera ilustrada de Galicia.
Siguiendo la divisoria que nos hemos impuesto encontramos en las generaciones siguientes a la pondaliana muchos médicos poetas y escritores literarios. A muchos les atrajo la Medicina mágica en dos conceptualizaciones; como temática de investigación que encierra hondas y evocadoras fórmulas de la actitud del hombre ante la enfermedad, y como parche de tambor de burlas. Cada sentido caracteriza un tipo de hombre y escritor.
De todos los médicos poetas en gallego, Leiras Pulpeiro encarna la hondura y la gracia de la verdadera poesía popular. Sus cantares vuelan en la fronda del pueblo sin nombre de autor. Privilegio o sufragio a muy pocos concedido. Vivió Manuel Leiras Pulpeiro de 1854 a 1912 y casi siempre en su pequeña y recoleta ciudad de Mondoñedo, buen jardín de poetas, excelente aula de latinistas su seminario, cuyos primeros estudios siguió antes de la de Medicina, el que había de ser durante muchos años, con sus barbas blancas, su enraizada popularidad, el único anticlerical de una ciudad clásicamente levítica. No se piense en una versión –hubo muchas en Galicia- de Mr. Homais. El médico Leiras obtenía el respeto por el candor y pureza de su posición. Era ‘su’ deber. Amaba al pueblo, sabía su lengua y el arte de despertar sus emociones. Vivió noblemente la leyenda del Mariscal Pardo de Cela. Un solo y breve libro de Cantares Gallegos –su primera edición es de 1911-, le consagró como poeta.
La simpatía personal, la aureola de alumnos agradecidos, la variedad de saberes tal vez subrayen demasiado la debilidad de la Rimas del catedrático de Anatomía y alienista don Juan Barcia Caballero y a la vez exalten la belleza de tiempos clásicos dentro de lo descriptivo, penetrado de emoción de Galicia de una composición O Arco da Vella, tenida por clásica. Vivió de 1852 a 1926, una intensa carrera de maestro y publicista. La crítica de los jóvenes, debemos recordarlo, se preocupa hoy del trasfondo de algunos poemas del inolvidable profesor. También lo fue y de la misma materia don Francisco Romero Blanco (1838-1918), autor de algún cuento en prosa gallega y un momento muy conocido por su polémica con la señora Pardo Bazán y en defensa de un vago y arraigado espiritualismo optimista, a propósito de La cuestión palpitante. Motivaciones y dialéctica que entonces apasionaron nos parecen, más que de débil entraña, carentes de sentido, al no fijar y desnudar la entraña y la intención del arte. El viejo Romero Blanco, figura muy popular en la Rúas compostelanas, era de tierra de Noya, patria de escultores y quedó como de admirable anatomista de la vieja escuela su nombre.
Como el doctor Barcia, debe también, a un solo poema, su nombradía Cástor Elices (1846-1880), médico militar, primero inmerso en la fácil bohemia madrileña, retirado pronto a su Celanova natal. Dejó inéditos. Piden un estudio quizás merecido. Sobre un viejo tema en unos moralizante, en otros sentimental, gira As follas secas, garantía de su nombre, Elices adopta el largo ritmo de violoncellos lejanos, sin pensar en Verlaine, o más bien la queja sostenida del viento.
Grande y fino conocedor del movimiento literario de Galicia, compostelano de ‘poses’ byronianas, dueño en breves escritos de evocaciones de ruinas de un encanto que no muere –el paisaje de Conjo, la amistad del poeta Aguirre, el ineluctable suceder de las generaciones- Alfredo Vicenti Rey (1850-1916), ejerció en pueblos de Galicia la Medicina, y en el periodismo llegó en Madrid como Director de El Liberal, y autor de sus pulcros y finos artículos de fondo al máximo prestigio periodístico. El paisaje de simpatías y repulsiones del Madrid de comienzos del siglo no se comprende sin el perfil mefistofélico y fatigado de Vicenti. No escribió en gallego. Se dice haber repudiado su único libro de poemas, en castellano, Recuerdos, publicado en Orense en 1876. Algunos como las cartas a Carneado, su amigo y El día de difuntos en Santiago, quedarán, gracias a una auténtica amargura que domina la fragilidad de la técnica del verso. Vicenti murió en 1916, a los 66 años de edad. Don Waldo Alvarez Ynsua le dedicó una necrológica admirable.
Asistió, según creencia ya tradicional, a las clases de algún primer curso médico en Compostela, sin que haya subsistido constancia oficial de sus estudios, el genuino poeta en gallego de los contornos de Orense y fio prosista Valentín Lamas Carbajal (1849-1906), el vate ciego de trabajosos días, el muy estimado de Unamuno. De todas suertes alienta en sus versos el ‘alma mater’ de Fonseca. Muy conocido de la buena sociedad gallega, de los veranos y otoños en los ‘pazos’, y las reuniones compostelanas, finamente epicúreo, alegre, escéptico, agradecido a los dones de la vida a pesar de las dolencias que le inmovilizaron largo tiempo en su sillón de célibe, Benito Losada Astray (1824-1891), después de haber servido en la Medicina castrense y realizado ensayos de política en el sentido republicano, publicó su libro de poemas Soazes de un vello, muy leído y celebrado. Mezcla recuerdos y descripciones de romerías muy bien observadas, cuentos intencionados y epigramas satíricos y eróticos, unos remozados, otros originales. Su Galicia no es verdadera. Es la observada desde el balcón de la casona, después de una buena comida, divertida con el espectáculo colorido y sin otro contacto con el pueblo campesino y creador, el que supo conservar la lengua y el espíritu que la conversación intencionada con el viejo molinero o la persecución de la moza utilizando la relativa impunidad del señorito. Muy labriego en sus temas costumbristas de la arcaica aldea lucense, el doctor Jesús Rodriguez López (1859-1017), alcanzó notoriedad como estudioso de las Supersticiones de Galicia, título de su libro, producto de la observación directa, que alcanzó tres ediciones. En el aspecto literario, el valor de los poemas Cousas de mulleres (1895) y la novela A Cruz de salgueiro (1899) y la curiosa comedia O Chufón –curiosa por lo interesante de la costumbre de preliminares matrimoniales reflejados-, se reduce a la fidelidad a la lengua aldeana y el respeto a la profunda verdad del pueblo que hace digno de respeto a la memoria del médico sencillo y abierto a todas las confidencias y dolores.
También como en el caso de Barcia Caballero y de Cástor Elices, un solo poema Mariñeiro da Lanzada, basta a la gloria literaria de Luis Rodriguez Seoane (1836-1902), profesor eminente de Terapéutica de la Facultad médica de Santiago, familia y relaciones de alta clase profesoral e hidalga de la Rúa del Villar, varón profundamente interesado en el desmantelamiento y revelación de la íntima realidad del alma de Galicia. Mariñeiro da Lanzada, sin grandes prestigios poéticos, posee verdad y emoción y un acento profundo de sinceridad.
Otros médicos escritores gallegos del siglo XIX pudiéramos recordar, como Fernández Gastuñaduy, muy popular en su nativa Pontevedra, Manuel Lois Vázquez, de Maside, en tierras orensanas, y otros cuyas aficiones poéticas y literarias no pasaron de transitorias y circunstanciales. Personalidad interesante, de hombre cultivado, de preocupaciones evasivas y escépticas, ocultando una íntima ternura, Heraclio Pérez Placer es el Alfonso Karr gallego. Su producción literaria es muy desigual. Algunos de sus cuentos y narraciones eróticas reflejan el ambiente egoísta y cansado de los casinos del final de siglo.
El lector quedará, sin duda, defraudado. Piense en la influencia del estudio de la Medicina en la juventud gallega, tan ligada a la profunda y emotiva vida de la aldea… Los alumnos y los graduados médicos de Santiago participaron en todas las crisis, las revoluciones, los desalientos y las esperanzas de la vida espiritual de Galicia en un siglo, sobre todo en su primera mitad, apasionado y creador. Grandes doctores no preocupados de la técnica de la estrofa o de la novela, participaron en el drama último de los poetas, en la íntima existencia mitológica y oscura de las gentes gallegas de las montañas y las riberas. En el reconocimiento poderoso, innegable, del alma de Galicia, a partir del impulso romántico, la Facultad de medicina y la clase médica de Galicia se muestra como factor esencial.
Ramón Otero Pedrayo