Coeditores de ‘Ante el escriba sentado’, de Francisco Cacharro:
Paloma Varela, Jacinto Seara, Juan Fonseca, Carlos García-Manzano, Manuel Rodriguez-Portugal, Santiago Lamas, Carlos Abella, Miguel Diéguez, Jesús Manuel Vázquez Arias (2), José Gabriel Alzamora Ramos, Óscar Outeiriño, Ana Méndez, Lucía Vázquez López, Javier Bobe Vázquez, Manuel Blanco González (2), Ángeles López Sánchez, Julián Resino Santamaría, Ángel Cid Manzano, Elena Núñez Fernández, Simone Saibene, Natalia Rey Cordo, Roberto O. Bustillo, Xosé Manuel Becerra Pallas, Isabel Rodriguez Carrera (5), Elvira Manso Fernández, Rafael Villaró Bastons (2), Francisco Javier Rodríguez-Novoa, Evangelina Nogueira, Eduardo Núñez-Torrón, Silvia Alonso, Concepción Campos Acuña, Joaquín Armesto Nuevo (16), Gudrún Ásta Magnúsdóttir, Ásta María Armesto Nuevo, Bryndis Rósa Armesto Nuevo, María del Socorro Nuevo Sánchez, Luis Pérez de Llano, Alfonso Vázquez-Monxardín, María Bouzo, Rafael Salgado, Juan Marquina Fuentes, Aurora Fernández Fernández, Luis Mª Bermúdez de la Puente Villalba, Carmen Cacharro Gosende, Miguel Ángel Rodríguez Rodríguez, Gerardo Seoane Fidalgo, José Manuel González Sánchez, Sechu Pastoriza, Álvaro González Yáñez, Javier Cortizo, Stella Estrada, Santiago Conde-Corbal, Emilio Pérez Carballo, José Manuel Baltar Blanco
A modo de prólogo: el autor y sus afanes.
Éste que ven ustedes aquí, Ante el escriba sentado, no – feo, cartesiano y sentimental, es don Francisco Cacharro Gosende, el autor, nacido en la romana Lugo y, por consiguiente, con destino augusto y universal. Y por dicha condición, siempre extranjero de todos los caminos, incluso de sí mismo: como Camus, como Pascal o Agustín, como Descartes. Como el escriba sentado. Como Sartre, evitando la Náusea, pero casi a punto de ella. Más jugador de Kafka que de cartas. Picahielos en el cristal de sus análisis, con la mano traviesamente suave e inquieta de quien amó a sus mujeres y, por ello, se suspendió en el inenarrable misterio de toda Venus de Milo… Extranjero y kafkiano, como un secretario de administración local metafísicamente imposible, porque la libertad y la razón se lo impiden, aunque la vida se lo haya impuesto. Por ello, también siempre, personaje en busca de autor. Hasta que lo encuentre, que ya lo encontró, hoy por ejemplo. Porque el oficio de escribidor, el de Francisco Cacharro Gosende, es siempre un bendito autohomicidio resurreccional en manos de la más puta mantis religiosa: la propia narración escrita; y porque uno, el autor, y él lo sabe y lo practica (así alguien se lo enseñó ya de pequeño, y el hábito se lo confirmó) no es más que mimo privilegiado del propio proceso de escribir.
Dicho más claramente: hay literatura por encargo, que casi siempre supone una prostitución ignominiosa o, cuando menos, una bagatela de cuidado y normalmente vomitiva, que apenas sale “va apestando la tierra”. No es el caso de este autor que escribe Ante el escriba sentado.
Y hay encargo de la propia literatura, que sólo está reservado a unos pocos privilegiados, exclusivamente llamados a la primitiva agricultura de la ética personal, impelidos por el irresistible imperativo kantiano del “deber ser” (o el no menos irresistible imperativo spinozista del “querer ser”) y no hay más. Es el caso de Paco Cacharro. Porque, como bien podemos comprobar a medida que vayamos leyendo Ante el escriba sentado, “¿qué se puede decir de la gente que no ve lo que está mirando?” (Kabir). Paco en esta obra mira y ve, y logra que nosotros, el lector, vea, mire… y también piense.
Y entonces ya no hay nada qué decir. O sí. Porque la lectura museística, por ejemplo, de la estatua de El escriba sentado del Louvre, como la de cualquier obra de arte, requiere de algo más que de la simple visualización que prescinda de su motivación, de la metafísica propia del arte y de su metalingüística específica. Condiciones que, además de ser escribano de oficio y sus circunstancias, posee Paco, y el análisis que aquí se hace lo demuestra y no lo desmiente, desmontando incluso otros análisis precedentes y más clásicos, con frecuencia carentes de la intertextualidad del motivo, que da título a la obra que hoy se nos presenta y que, cuidadosamente editada, nos ofrece El Cercano.
Pero no nos pongamos estupendos y partamos de Ítaca, o sea, la ciudad de Lugo a principios de los años ochenta del pasado siglo. Ese topos donde el pensador – y el hombre – ya lo es. Frisaba Paco, para los amigos, los trece años. Jugaba bien de alero en el equipo de baloncesto del colegio de los Franciscanos, y su contribución al grupo de flautas de pico era indispensable. Con la mano derecha botaba bien la bola del deporte de la canasta, pero en la izquierda y en un punto fijo llevaba, en lo que ahora y siempre recuerdo, el Orwell de Rebelión en la granja y de 1984, espacios donde aprendió la distopía de cualquier ensoñación literaria que se precie; y, en un pase más propio y bien fintado, Luces de Bohemia y Romance de Lobos de Valle Inclán, autor del que amó su esperpento y cuidó no ser nunca fantoche, ni en la vida ni en la oficialía; admirador de la estética de Max Estrella, nunca de su moral y menos de la de don Latino de Híspalis. Cuando ensayamos aquella comedia bárbara, le tocó hacer el papel de don Farruquiño, un cura corrupto con sangre de lobo, y no sé si desde ahí comenzó a decantarse por el ateísmo estético y cool propio de su generación. Válido (creo) siempre que sea un punto de partida para seguir siendo infeliz y extranjero.
Y tocaba, él, la flauta de pico, la que da paso a la travesera, que se toca con los labios y el sentimiento en la izquierda y suena siempre hacia la derecha…comenzando así su propia metáfora kafkiana, o tal vez la búsqueda “agónica” de sí mismo; porque, entre otras cosas, su Derecho le salió torcido, muy torcido, al arrojarlo al mar donde Ulises anduvo expatriado veinte años, casi los mismos que don Farruquiño (quien, con sus hermanos, se metió “en un pleito de más de veinte años”) y veintitrés menos de los que hoy cuenta Francisco Cacharro, el autor: treinta años navegando de isla en isla, de mundo en mundo, de travesía en travesía, de perspectiva en perspectiva, entre Caribdis y Escila – Poder y Circunstancia – en el afán prometeico de alcanzar el abrazo de Penélope – la verdad, “¿y qué es la verdad?” – que siempre teje velos por no perder la esperanza del encuentro inicial…
Y aquí está, otra vez y como tantas veces que me encuentro con su tertulia – symposium o no – don Francisco C. Gosende. Así. Delante y al lado y tal vez dentro, habitándolos, de todos los textos de este volumen: Ante el escriba sentado ( ¿la propia etopeya y peripecia de Paco?), Coetzee el extranjero, La balalaika del doctor Zhivago, Semprún o las contradicciones de la libertad, La última noche de Max Estrella, Caronte el barquero, Los cuadernos de Praga, El evangelio, según Coetzee, Nueve olas, o Don Quijote en América…que constituyen todo un desnudo en aguafuerte incuestionable, interesante y personal, de la política y sus obscuros vericuetos – incluso cloacas – del arte, literatura y sociedad, del poder y la gloria.
Con esta pretensión, creo que sale y anda este libro.
Y vaya la confidencia del autor. En cierta ocasión me contó Paco que, en andando por la carrera de leyes, él solo soñaba con llegar a ser un pobre secretario de ayuntamiento de pueblo, quizás perdido en las montañas de su tierra – allá donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido – donde pudiese tener todo el tiempo del mundo para leer y leer hasta descansar, bajo la sombra del algún roble milenario o del manzano cultivado, y contemplar cómo se habría de ir perpetuando en libros, en árboles, en hijos, en su propia vida…
No sé lo que hubiera ocurrido si la vida le fuese benévola hasta esa suerte. Lo que sí creo es que, en cualquier caso, el afán cotidiano de Francisco Cacharro por el fenómeno humano, y la actitud sabia y prudente ante él, hubiera sido el mismo que profesa y muestra en la centella con que hoy nos vislumbra aquí, y que con mayor ironía que yo deslizaba ya hace años E. Barret Browning : “La tierra está llena de cielo y todas las zarzas arden de Dios; pero sólo el que ve, se quita las sandalias; los demás se sientan al lado y comen las moras”.
En este sentido no me cabe la menor duda de que, lexicología aparte – que no semántica – el autor de Ante el escriba sentado se me antoja un perfecto franciscano descalzo a lo largo de la galería de los diecisiete textos que abarca el libro, a cada cual más sugerente, más oportuno, más persistente y magníficamente deicida de cuantos ídolos la sociedad, cuando es ágrafa, la fanfarria o la veneración ingenua, pasmosa e interesada, levantan y exhiben como tales y que, por mala suerte para ellos, caen uno a uno, siendo justo y necesario, en el punto de mira certeramente crítico de nuestro ensayista.
La mayoría de nosotros habitualmente sólo somos creyentes practicantes de Eros o Ágape part-time. Francisco Cacharro Gosende, ahora sí, lo es full-time de ambos a la vez, y quizás por ello todas sus apetitosas y diabólicas manzanas – “gratas a los ojos y muy dulces al paladar” – son más bien para los demás, en este caso para quien lo lee: forma y contenido de buen gusto y provechosos para la reflexión y deleite de quien tenga el privilegio, la suerte y la ocasión de frecuentar sus páginas, sus hechos y sus dichos.
-Pruebe usted.
Cartesiano y sentimental, incluso extranjero, ha de ser el ensayista cabal, o no lo es. Y Francisco Cacharro Gosende es…
– Y ahora nos toca a nosotros.
Enrique Mourille Feijoo
Outomuro. Enero 2015
Parte del texto correspondiente al primer ensayo que da título al libro, ‘Ante el escriba sentado’ :
1
Es una de las esculturas más célebres de la historia del arte. En 1850 un arqueólogo francés la encontró en la necrópolis de Sakkara, frente a la ciudad de Menfis, la capital egipcia en el Imperio Antiguo. Hoy se conserva en el Museo del Louvre, relajadamente hierático, aparentemente impasible, manteniendo ante sus incontables visitantes la misma postura, en un imposible equilibrio entre el reposo y la tensión, en la que, hace cuatro mil quinientos años, fue concebido, o quizá simplemente observado y atrapado en forma de obra de arte, por un escultor desconocido. Continuará invariable en esa posición hasta que la usura del tiempo aniquile su cuerpo calizo. Pero incluso entonces, su imagen perdurará en cualquiera de las miles de reproducciones fotográficas de que ha sido y será objeto. De una u otra manera, el escriba del Louvre tiene garantizado el acceso al único modo de eternidad posible. Tal vez ni siquiera el faraón, al que sin duda sirvió en vida, soñó nunca con un grado de inmortalidad semejante.
Se ha escrito mucho sobre el escriba del Louvre. Los historiadores y críticos de arte suelen coincidir en destacar la armonía y verosimilitud de la escultura, su viveza y expresividad – en especial, la intensidad de su mirada, de una calidad hipnótica – su extraordinaria belleza formal y el acabado naturalismo de su anatomía, en la que una complexión débil muestra signos de tendencia a la obesidad: el escriba apenas tiene musculatura, el tejido adiposo cuelga de su pecho y una embrionaria barriga de antihéroe aflora en su abdomen. El egiptólogo Jacques Vandier considera a este escriba el ejemplar más hermoso que se conoce de este tipo de estatuas, que al parecer surgieron en la cuarta dinastía y cuya producción fue relativamente amplia durante la quinta. Vandier añade que basta mirar al escriba del Louvre para saber que el modelo real de la escultura hubo de ser un hombre inteligente, voluntarioso y poco propicio a la bondad.
Inteligente. Voluntarioso. Poco propicio a la bondad. El escriba del Louvre – uno de los funcionarios más antiguos de que se tiene noticia – constituye un arquetipo escultórico: no sólo representa a un determinado individuo (del que, como tal, nada sabemos) sino, ante todo, el modelo de su condición social y su estatuto profesional. Su apariencia física, como sucede con cualquier obra de arte, encierra la cifra de su significado en una síntesis que no exige del análisis, sino que se percibe (aunque no se comprenda) de un golpe de vista. El juicio estético de Jacques Vandier se basa en la pura contemplación de la estatua, sin necesidad de un razonamiento explícito. La voluntad es evidente en la propia actitud del cuerpo del escriba, en su gesto concentrado, pero fluido, naturalmente dispuesto al acto de escribir. La inteligencia se desprende de la intensidad de su mirada: un entendimiento afilado y geométrico, ordenado pero penetrante. En apariencia, la escasa propensión a la bondad debería brotar igualmente de esa mirada fría, azul, que constituye el alma de la escultura, pero a diferencia de los otros dos rasgos comentados, su identificación requiere una suerte de inferencia intuitiva en cuya producción juega un papel fundamental un prejuicio moral, previo a la observación de la figura. No es que esa falta de inclinación a la bondad surja de la estatua, sino que, de algún modo, se adhiere a ella cuando se la observa a sabiendas de a qué clase de hombre pudo pertenecer esa mirada. En otras palabras, esa escasa propensión a la bondad sólo puede ser el eco de un juicio de valor que, en realidad, procede de la mirada del espectador. No hay otra explicación razonable. Es cierto que no hay ni rastro de bondad en la mirada del escriba, pero también lo es que en ese rostro equilibrado y simétrico – que, en cierto modo, recuerda al de un elfo, dominado por la fijeza de sus grandes ojos azules, enmarcado por un par de orejas puntiagudas – tampoco hay ningún signo indicativo de esa escasa propensión. La mera ausencia de bondad en la mirada sentimentalmente neutra de un hombre retratado en un momento de concentración intelectual ante la tarea burocrática que le aguarda no permite presumir, sin más, esa carencia en su personalidad. El suyo es, más bien, un rostro marcado por una circunstancia que lo vuelve moralmente inescrutable: el retrato de un funcionario en acto de servicio. En otra coyuntura, la propensión a la bondad – o cualquier otra inclinación sentimental del personaje – podría aflorar a ese rostro, modificando su gesto pero manteniendo intacta su peculiar fisonomía. En cambio, estando el escriba en acto de servicio, es normal que sus tendencias morales se oculten bajo la disposición profesional de su semblante.
La condición de alto funcionario del escriba del Louvre, al servicio directo del faraón, es, sin duda, el dato decisivo en el origen de ese prejuicio moral. Inteligente, voluntarioso, poco propicio a la bondad: parece una descripción, incompleta pero certera, de algunas de las cualidades que debe reunir un burócrata de élite. La necesidad de la inteligencia y la voluntad para prosperar administrando los asuntos públicos, siempre enrevesados y con frecuencia imposibles de resolver cabalmente, no precisa mayores explicaciones. Lo de la escasa inclinación a la bondad, en cambio, tal vez reclame alguna aclaración.
2
Es preciso partir de una obviedad: un alto funcionario es alguien que ha decidido consagrar su habilidad profesional al servicio del faraón, del rey, del papa, del alcalde, del presidente. En una palabra, al servicio del poder. El funcionario es un árbol que sólo crece a la sombra del poder político. Es cierto que, en ocasiones, el funcionario odia sincera y contradictoriamente a ese poder al que sirve. Pero también lo es que, en todo caso, precisa de él para subsistir y prosperar. Por eso el funcionario establece con el poder una imperfecta relación simbiótica que, en realidad, no es sino una refinada forma de vasallaje. A decir verdad, sólo si se olvida la singular naturaleza del poder es posible concebir una relación con él que no adopte esa humillante forma. De entrada, es incorrecta la idea de que el poder y el funcionario se necesitan el uno al otro de modo recíproco, pues, por más que el poder siempre precisará de servidores, también es cierto que siempre encontrará la manera de reemplazarlos; en cambio, el poder, como tal, es insustituible. Pero, más allá de esa cuestión, lo decisivo es la naturaleza diabólica del poder político, derivada de su íntimo vínculo con la violencia, que constituye su soporte esencial. No se trata de una hipérbole ni de un exabrupto, sino de una definición rigurosa, basada en aquello que caracteriza al poder político y lo diferencia de cualquier otro modo legal de dominio sobre los demás.
Tal como señaló Max Weber – en una histórica conferencia pronunciada en 1919, en la Universidad de Munich, titulada La política como profesión – lo que diferencia al Estado de cualquier otra asociación es el reclamar para sí, con éxito, el monopolio de la violencia física legítima. Esa cualidad distingue a la política de cualquier otra forma de acción humana que no sea delictiva: la acción política siempre busca apoderarse del Estado, cuyo rasgo distintivo es arrogarse el derecho a ejercer en exclusiva la violencia. Es cierto que en las modernas democracias de masas esa violencia, en su expresión física más cruda, parece haber desaparecido (al menos, en su representación pública) limitándose (o casi) a los delincuentes. También lo es que la violencia estatal, sometida a estrictas reglas en el Estado de Derecho, justificada por la necesidad de mantener el orden social y proteger los derechos de las personas, puede ser legítima. Pero eso no cambia lo esencial: la acción política mantiene su vínculo original con la violencia, e incluso en sus más edulcoradas manifestaciones sigue mostrando esa oscura naturaleza. Gobernar, legislar o juzgar es, en última instancia, ejercer la violencia sobre las personas o sus propiedades, aunque sea en su supuesto beneficio y con su presunto consentimiento (consentimiento que, en el mejor de los casos, sólo es prestado por una mayoría, y además de un modo aproximado e imperfecto). Cobrar impuestos, dictar normas de obligado cumplimiento, expropiar bienes, imponer multas: todos ellos son actos de violencia, por justa y legítima que sea. Sin ese rasgo diferencial – que casi siempre se oculta púdicamente en el debate público, hoy vulgarizado hasta extremos insufribles – es imposible comprender el modo de actuar de los políticos y el extraño atractivo que para muchos tiene esa actividad, radicalmente diferente a las demás en la medida en que ninguna otra forma de acción lícita pone en manos de quien la lleva a cabo un poder semejante. En palabras de Weber: “Quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, firma un pacto con los poderes diabólicos, y sabe que para sus acciones no es verdad que del bien sólo salga el bien y del mal sólo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario. Quien no vea esto es, en realidad, un niño desde el punto de vista político”. Incluso si se aceptan la necesidad social y la legitimidad moral de la violencia estatal (aunque sea en concepto de mal menor frente al caos hobbesiano de la anarquía) el poder político conservará siempre ese intenso olor a azufre, apenas camuflado por el incienso, que denuncia la inmediación del diablo. Sea quien sea el que lo ejerza, el inmenso poder que otorga ese monopolio de la violencia nunca conseguirá – ni siquiera dentro de las fronteras del Estado de Derecho – alejar de sí por completo la tentación autoritaria de disponer de vidas y haciendas; menos aún cuando esa tentación diabólica se adorna o disfraza de hermosas intenciones altruistas, de las que, como es sabido, está empedrado el camino del infierno, y cuya habitual función en el discurso político es precisamente la de justificar la extensión sin límites del poder. Por eso la criminalidad de los gobernantes es una constante histórica, que sólo la división del poder – su fragmentación deliberada en múltiples instancias que se supone se han de neutralizar recíprocamente – ha logrado, en las ocasiones en que ha sido efectiva, atenuar. Por eso el diablo está siempre presente en la acción política, en mayor o menor medida. Y por eso, el funcionario ideal ha de estar dispuesto, no ya a pactar con el diablo – privilegio reservado al político – sino a servirle, aunque sea de un modo infiel y ambivalente.
Lo anterior explica el porqué del prejuicio moral de Vandier. El escriba del Louvre se muestra dispuesto a redactar el discurso del poder, a transmutar en lenguaje su voluntad de dominio, a convertir la violencia en Derecho. Sin duda, un alma ingenua y bondadosa se agostaría en un santiamén en la enrarecida atmósfera moral del palacio del faraón, donde un orden jerárquico estricto representa, de modo acabado, la transformación de la realidad en la obra de la voluntad del soberano. Por eso la expresión glacial del escriba es percibida por Vandier como un signo de falta de bondad: porque se supone que sólo una mente poco propicia a ese sentimiento estará realmente capacitada para algo más que sobrevivir en un medio de una densidad semejante.
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