(Jesús Ruiz Mantilla en EL PAÍS y fotografía de EFE) A juzgar por el tono en que venía, si se toman como referencia las declaraciones que le hizo a EL PAÍS el miércoles en París, Frank Gehry no parecía aterrizar en Oviedo con ganas de guerra. Pero fue llegar al hotel Reconquista, y no se sabe muy bien si por efecto de las fabes o qué, el caso es que el viejo roquero arquitecto, de 85 años, galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, se plantó en la sala de prensa y casi nada más empezar se vino arriba con una peineta.
Fue a la pregunta siguiente: ¿Qué opina de quienes piensan que su arquitectura es espectáculo? Respuesta: el dedo corazón enhiesto y los otros cuatro recogidos. Pero hubo más: “El 98 % de los edificios que se hacen hoy son pura mierda, carecen de sensibilidad, sentido del diseño y respeto por la humanidad”. Antes había bailado al son de las gaitas, después posó junto a Rafael Moneo en ese salón de encuentros que es el patio del Reconquista antes de mantener una conversación en público con él en la Laboral de Gijón. Pero previamente también se había disculpado: “Me han cogido desprevenido, siento la reacción”. Aunque también añadió: “No pido a nadie que me contrate, lo único que quiero es que me dejen trabajar en paz”.
Bilbao, una ciudad que sin duda supuso un hito en su carrera tras la inauguración del museo Guggenheim, ocupó parte de la rueda de prensa: “Allí experimenté una sensación fantástica con la ciudad”, afirmó, ya más pacífico. “Hay edificios que por sí solos son capaces de marcar diferencias en una ciudad. Bilbao pasó de ser una ciudad triste a otra en la que los vecinos se sienten orgullosos. Y todo por un precio muy modesto y nada pomposo”. Pero el modelo no era trasladable a otras ciudades, pese a que muchas han ido detrás como en busca de su maná con cualquier edificio bandera que pudieran equiparar al conocido como ‘efecto Guggenheim’. Eso no quiere decir que los edificios públicos abandonen su ambición de convertirse en iconos.