Lo intentaste y has fracasado. Rectifica: lo intentaste DE NUEVO y fracasaste DE NUEVO. Esta vez la abstinencia sólo te duró tres días. Al atardecer de ese tercer día, en medio de temblores que te impedían teclear en el ordenador, viste a tu madre muerta en la cama, con el color de algunos amaneceres de invierno y el camisón azul con el que la recuerdas. Tiene en el rostro la conmovedora placidez de quien ya no sufre, de las personas que se han desentendido del mundo. ¿Qué haces aquí?, preguntaste. Te estaba esperando, dijo sin abrir los ojos, como cuando regresabas tarde por la noche en tus primeras salidas por los bares. Atenta ya a tus desvaríos de joven pelilargo y difícil, como si intuyera que ‑y en esa conjunción cupieran todos tus desmanes. Ordenó: Acuéstate a mi lado. Una madre no puede exigirle eso a un hijo: pero ella no es tu madre: es un delirio que no se rige por las leyes del mundo sino por la locura o la narrativa ‑si cabe distinción alguna entre ambas. Cuando te tumbaste en la cama, ella volvió a ordenar: Acaríciame. Tú protestas: Pero, mamá, y ella sólo dijo: Hazlo, como si esa acción pudiera devolverle la vida. Está a tu derecha, te pones de perfil y comienzas a acariciarle el rostro, la frente lisa, la nariz afilada, como si hubiese rejuvenecido en la muerte. Notas su piel fría y sin saber por qué, piensas en el tacto de las serpientes y recitas el confuso verso de un cubano: Desde entonces me agradan las serpientes. Por un instante se interpone el recuerdo de Diana cuya carne cálida nada tenía en común con el cadáver materno. Sientes deseos de huir pero aquel contacto te atrae, como si rozases una escultura de mármol. Parecías vivir en un mundo ajeno, en un espacio ilocalizable, en un tiempo circular, en el tiovivo de una turbia niñez que gira sin conducirte a lugar alguno: así es tu vida, monstruo. O galopar en sube y baja el mundo en un potrillo. / Dos colorados tengo y un tordillo. Más abajo, dijo, ahora más abajo. Se te vienen a la mente los mil pecados capitales de tu infancia, el olor de los confesionarios, las masturbaciones adolescentes, los fuegos fatuos del infierno, frases de un latín escolar, la escenografía satánica, los caducos ejercicios espirituales, oraciones que creías olvidadas, ciudades devastadas por el fuego. ¿Eres un hombre o qué? ¡Más abajo! Sofaldas el camisón azul y, sudoroso, tocas las tetas de tu madre, al principio con prudencia demorada, como si estuvieras metiendo las manos en la guarida de un animal salvaje, pero después, al descubrir que los pechos no son dos bolsas arrugadas como te temías, piensas en Erótida, en Ester, en Gloria, en Carmen, en Diana, y comienzas a sobajarlos con placer incalculable, a sentir crecer los pezones entre tus dedos y el principio de la erección hizo que vencieras los terrores precedentes, por eso, cuando ella ordenó fóllame, te dijiste que estabas cumpliendo una cita pospuesta, que no cometías ningún delito, que no violabas ninguna ley, que la vida había postergado aquel momento que la existencia te adeudaba, que ibas a retornar al interior de un lugar que nunca debiste haber abandonado porque fuera de él sólo te rondaban peligros que eras incapaz de arrostrar, así que te desnudas, buscas su sexo con la mano, introduces el pene, cierras los ojos y empiezas a moverte mientras susurras mamá, mamá y le besas las tetas y piensas que ahora no eres tú o eres más tú que nunca, capaz de escribir cualquier libro, capaz de enfrentarte al mundo, capaz de iniciar otra vida sin tener en cuenta tu pasado y cuando eyaculas y abres los ojos:
descubres la almohada debajo de ti, el sudor de tu cabeza, de tu cuello, de tu espalda, el temblor de las manos que examinas ‑los horrores que el alcohol ha causado ya en ti, los estragos de la abstinencia, la suplantación del delirium tremens‑ así que vas al aparador, bebes a morro un trago de whisky y desaparecen los temblores, el sudor, el miedo, el cadáver de tu madre y regresas a aquella habitación donde reeditas la vida que llevabas al lado de Erótida con la diferencia de que no hay un vehículo rojo aparcado debajo del balcón sino unas macetas de flores que podrían pertenecer al título de una novela de Salvador Ríos, ese abstemio escritor feliz que no sabe de incestos, dolorcitos, alucinaciones, beatus ille qui. Lo escribiste en algún sitio: no te fíes ni de tu puta madre, monstruo. Confirmado queda.