Habría que reflexionar sobre qué decide el sitio en el que terminarás viviendo, qué influencias determinan la elección de un hogar, cuántos hechos diferentes confluyen para que finalmente encontremos nuestro lugar –físico-; en este mundo.
La primera vez que estuve en Nueva York la impresión visual fue tibia y un poco desilusionante. Llegaba cargado de enormes expectativas que pronto se vieron mermadas por una sensación de familiaridad extraña; la sensación, común a muchos recién llegados, de estar regresando a una ciudad en la que sin embargo no había estado antes. Me sorprendió, eso sí, su ritmo más que frenético, sus calles y avenidas llenas de vida y la luz, esa luz tan especial que tiene la ciudad del más célebre. Una ciudad que no era la mía y que no obstante me daba una acogida casi calurosa, como a un antiguo vecino.
En las semanas siguientes, a medida que la iba descubriendo, la ciudad causó en mí una impresión tan fuerte que, tal vez abrumada por mis apasionadas descripciones, mi mujer me hizo acompañarla a la galería fotográfica que la casa Leica tiene en la calle Broadway y allí me regaló una de esas míticas cámaras compactas con la que recorrí durante algo más de un año los cinco distritos o boroughs que conforman New York, pegado a la ventanilla de un autobús urbano o caminando cámara en mano, fotografiando a sus gentes en un intento de retratar el movimiento, de atrapar ese ritmo que me había impresionado.
Algo muy diferente es lo que debió sentir hace poco más de cincuenta años aquel marinero gallego que, como muchos otros llegó con un sueño y sin idioma a los muelles situados en el río Hudson, en la orilla oeste de Manhattan. Puedo imaginar cómo al poco de atracar pide permiso para desembarcar a su capitán que tras dos o tres consejos paternales le recuerda el día y la hora en que zarparán de vuelta, aunque sabe que apenas se haya alejado unos pasos habrá olvidado todos los arreglos para el retorno. No tiene la menor intención de regresar. Abandona el barco al anochecer, amparándose en la oscuridad con su equipaje demasiado abultado para sólo unos días. Sabe que debe dirigirse inmediatamente a la calle 11, en pleno corazón del West Village, al Parque de los Gallegos, cuyo auténtico nombre -Abingdon Square- aún hoy no dice nada a los pocos miembros de esta comunidad que han permanecido o conservado sus negocios en la zona, actualmente un lugar visitado por turistas que siguiendo la recomendación de sus guías de viaje, se sientan a tomase un cupcake -una magdalena coronada con nata-, eso sí, después de hacer cola durante media hora en la pastelería Magnolia Bakery, bajo la mirada reprobatoria de los vecinos de pleno derecho, habitantes de estas calles desde los tiempos en que Jackson Pollock paseaba sus lienzos camino de alguna galería, tropezando tal vez con algunos de los gallegos que ocupaban la plaza los sábados y los domingos, reunidos en una especie de romería metropolitana en la que no faltaban muiñeiras , pulpo y empanada.
Cerca de esta plaza, en la calle Hudson haciendo esquina con la calle 11 hay una antigua taberna, The White Horse, famosa por haber sido testigo de la última cena -acompañada de dieciocho güisquis, según la leyenda- del poeta galés Dylan Thomas, quien al poco de abandonar el bar cayó redondo en la acera y murió algunos días después.
Mientras el poeta apura la comida, sin saber que será la última, levanta la vista del plato buscando al camarero. Pide otro güisqui y percibe a través del vaho condensado en los amplios ventanales la vaga silueta de un joven marinero con un petate al hombro. Una escena nada extraña en un barrio portuario, a pesar de lo abultado de su bolsa y de ese andar dubitativo e impreciso.
En el edificio contiguo, apenas a cinco metros de la entrada de la taberna, hay una pequeña peluquería cuya puerta cruza el marinero. Pregunta por alguien y le hacen un gesto para que pase a la trastienda donde un familiar olor a tabaco y aguardiente junto con el golpeteo de las fichas de dominó harán que piense que no está tan lejos de casa. Tras un intercambio de saludos descarga su petate en el suelo y con él la nerviosa incertidumbre que lo ha acompañado durante el viaje. Se siente a salvo pues sabe que aquí podrán encontrarle alojamiento, y también trabajo. Ellos llevan viviendo aquí mucho tiempo, pero su idea es otra. Estará lo necesario para ahorrar una suma suficiente que le permita volver a su tierra y construir allí su casa, en aquel terreno perfecto, tal vez poner un comercio, o un café ¿Quién sabe?
Al dejar la peluquería comprueba que lleva el papel que le han dado con la dirección de un edificio de apartamentos en la calle once donde compartirá una habitación hasta que pueda instalarse por su cuenta. Empieza a caminar. En la acera un hombre se ha caído y parece estar inconsciente, algunas personas se acercan pero él aprieta el paso azuzado por su instinto de fugitivo, limitado por su desconocimiento del idioma y deja que sean otros quienes lo atiendan.
Algunos años después, en la trastienda de la peluquería se comentan los sonidos que llegan a través de la pared, son las melodías ya familiares de un grupo de música folk irlandesa que toca frecuentemente en The White Horse Tavern. Apoyado en esa misma pared, del otro lado, un joven llamado Robert Zimmerman no pierde detalle de aquella música que le fascina. Acaba de llegar a Nueva York y comparte un apartamento en la cercana calle 4, pequeño pero convenientemente ubicado para poder observar la escena folk de la ciudad, que se concentra precisamente en este barrio, el Grenwich Village. Hoy ha venido al concierto siguiendo su ruta habitual. Ha salido de casa y ha tomado la calle 4 en dirección norte. No tenía mucha prisa, pues ya ha visto y escuchado al grupo varias veces este año. Al llegar a la 11, gira a la izquierda, y unos segundos más tarde dirige una mirada distraída al gentío que come y baila al ritmo de panderetas y gaitas en Abingdon Square, el Parque de los Gallegos. Continúa caminando hacia la taberna tal vez musitando vagas elucubraciones sobre el origen de esas gentes. Quizás aún no sabe que un año más tarde se hará llamar Bob Dylan, algunos dicen que en honor al escritor que consumió sus últimos tragos en aquella taberna del caballo blanco donde el cantante folk por excelencia se inspirará e incluso utilizará alguna de las melodías que interpretaban los habituales The Clancy Brothers.
Entre la muchedumbre del parque de los gallegos está aquel marinero que llegara hace ocho años. Se ha casado con una joven gallega y viven, junto con sus dos hijos, en un pequeño apartamento en la calle 11. Está a gusto disfrutando con su gente, pero mira el reloj y piensa que tiene que ir yendo a trabajar. Empezó como friegaplatos pero ahora está de camarero en alguno de los restaurantes que hay en la calle 14 entre la séptima y la octava avenida: El Madrid, el Oviedo, el Riazor el Coruña, el Valencia, el Moneo, la Casa Vasca, la Bilbaína, salvo algunas excepciones más conocidos por la carnosa belleza de sus camareras que por la calidad de la comida que se sirve. Debe marcharse ya pues hoy han llegado varios barcos a los muelles del río Hudson y en la calle 14 esperan, como de costumbre, a los sedientos marineros atraídos por las bellas bartenders.
Y así continuó su vida. Los muelles del río Hudson recibían cada vez menos barcos. Los cargueros debían atracar ahora en el gigantesco puerto de Newark-Elizabeth en la otra orilla, la del vecino estado de Nueva Jersey. Hasta que no hubo más marineros de los muelles del Hudson. Y Little Spain de la calle 14 se desintegró y no se volvió a cerrar al tráfico para celebrar el día de Santiago. Y se terminaron las romerías urbanas del parque de los gallegos. Pronto empezaron a llegar al barrio personas que atraídas por su belleza y tranquilidad pagaban precios astronómicos. Y así se acabaron los leases asequibles. Y la bohemia se fue al SoHo a TriBeCa, a Williamsburg y los gallegos a Newark, Queens, a Long Island City.
Hoy aquel marinero pasea por la calle 11 recordando la primera vez que la pisó. Sonríe al pensar que no podría cargar con el petate que llevaba aquel día al hombro. Entonces parecía ligero como la espuma. Hay cientos de turistas por el barrio que tal vez tengan suerte y se crucen con una de las celebridades que ahora viven en el Village: Sarah Jessica Parker, Julian Moore, Uma Thurman, Mathew Broderick, Liv Tyler, Julian Schnabel, Annie Leibovich y muchos más. También él es hoy un visitante más. Pasa con su nieta por delante de la casa que fue su refugio la noche en que llegó. La imagen de aquel marinero recién desembarcado con la idea de volver a casa pasa fugazmente por su cabeza. Siente una extraña emoción cuando se acerca al parque de los gallegos y habla orgulloso a su nieta de las cosas que allí sucedían. Ella apenas habla español, pero entiende casi todo. Cuando su abuelo le cuenta cómo bailaba allí con su abuela, la niña recuerda automáticamente los largos domingos en la casa de Galicia de Queens. El abuelo, que hace ya más de dos años que no visita el pueblo donde nació, ha desistido en su empeño de convencerla para que se una al grupo de baile, recordando el gran esfuerzo con el que consiguió que lo hicieran sus hijos. De su nieta sabe que nunca bailará muñeiras y también sabe que cuando tenga su edad tan sólo recordará Galicia como el lugar de donde vino su familia y que ella visitó brevemente algún verano de su infancia. Sin embargo está igualmente orgulloso, pues este mes irá con ella a Miami para verla competir –con muchas posibilidades de ganar− en el concurso nacional de claqué.