Y ávido de futuro. Pero del futuro –como del paraíso- podemos ser expulsados en cualquier momento por la espada flamígera del ángel. El futuro es un tren de alta velocidad hacia el paraíso prometido del tiempo. Pero puede suceder que en esa travesía nos quedemos al pairo, naufragados en cualquier apeadero de urgencia, sin final de trayecto. Somos seres contingentes y vivimos a la suerte de la taba. Me quedo, pues, con mi pasado ourensano. Pasado ya perdido, pero más cierto y más real que mi futuro. ¿Y qué decir de él? Que ya desde la amanecida, la mano ancestral de algún viejo alfarero de mi ser marcó de ourensanismo mis primeros vuelos. Que fui modelado a su medida, a la medida de su monte y de su río, de su lluvia y de su piedra, de sus plazas y de sus calles, de sus viñedos y de sus mimosas, de su clima y de sus gentes… Hago, pues, profesión de ourensanía. Me declaro radicalmente ourensano, es decir, ourensano de raíz, renuevo de vástago telúrico radicado aquí, en esta vieja urbe, en esta tierra de aguas cálidas, de airosos puentes, de milagrosos Cristos y de calles con sonoros nombres de melodrama y de leyenda: Pena Vixía, Flor, Primavera, el Peligro, el Desengaño, el Olvido. ¿Y cómo siento, desde la memoria, esta ourensanía? La siento en el melodioso ritmo de los días como algo que llega a mí desde la niebla, que me sostiene y me extasía, que me impregna y me purifica, limpiándome de telarañas el alma. La siento en el habla meliflua de sus gentes, con su típico acento cantarín, con sus originales localismos, que nombran las cosas –al más puro estilo ourensano– no por lo que denotan –que esto sería torpe y frío lenguaje- sino por lo que connotan desde la emoción, por lo que evocan en el alma y en el corazón de cada hablante. La siento también en la entrañable hondura de los poemas de Tovar, entregados al fervoroso pulso de la ciudad, alargando su voz hacia los seres más humildes que entonces la habitaban: los pobres perros sin amo, vagabundos, ladrando en la madrugada su soledad y su infortunio; los ardientes y pacíficos locos, con brazados de tojos y flores, gritando al aire por las calles sus apasionadas letanías; los magostos del otoño en el Montealegre, con castañas estallando en el fuego y el rojo vino encendido en las mejillas de las muchachas en flor; los paseos familiares al sol, en las tardes de domingo, por senderos serpeando hacia Ceboliño, hacia Piñor, hacia la Granja, para rendir viaje en alguna taberna de suburbio, ante una sabrosa ración de empanada de anguilas, regada con un buen trago del “bon viño d’Ourens”, que el Rey Sabio celebrara en sus cantigas. La siento en las páginas de nuestros escritores de la generación NOS (Otero, Risco, Cuevillas, Ben-Cho-Shey…) convertida en diosa mítica, en hija de Atenea. La siento, en fin, musicada en el repiqueteo del agua sobre el granito de las casas, en las largas noches de invernía. Ourense: canción de piedra y lluvia. (febrero de 2005) Y ávido de futuro. Pero del futuro –como del paraíso- podemos ser expulsados en cualquier momento por la espada flamígera del ángel. El futuro es un tren de alta velocidad hacia el paraíso prometido del tiempo. Pero puede suceder que en esa travesía nos quedemos al pairo, naufragados en cualquier apeadero de urgencia, sin final de trayecto. Somos seres contingentes y vivimos a la suerte de la taba. Me quedo, pues, con mi pasado ourensano. Pasado ya perdido, pero más cierto y más real que mi futuro. ¿Y qué decir de él? Que ya desde la amanecida, la mano ancestral de algún viejo alfarero de mi ser marcó de ourensanismo mis primeros vuelos. Que fui modelado a su medida, a la medida de su monte y de su río, de su lluvia y de su piedra, de sus plazas y de sus calles, de sus viñedos y de sus mimosas, de su clima y de sus gentes… Hago, pues, profesión de ourensanía. Me declaro radicalmente ourensano, es decir, ourensano de raíz, renuevo de vástago telúrico radicado aquí, en esta vieja urbe, en esta tierra de aguas cálidas, de airosos puentes, de milagrosos Cristos y de calles con sonoros nombres de melodrama y de leyenda: Pena Vixía, Flor, Primavera, el Peligro, el Desengaño, el Olvido. ¿Y cómo siento, desde la memoria, esta ourensanía? La siento en el melodioso ritmo de los días como algo que llega a mí desde la niebla, que me sostiene y me extasía, que me impregna y me purifica, limpiándome de telarañas el alma. La siento en el habla meliflua de sus gentes, con su típico acento cantarín, con sus originales localismos, que nombran las cosas –al más puro estilo ourensano– no por lo que denotan –que esto sería torpe y frío lenguaje- sino por lo que connotan desde la emoción, por lo que evocan en el alma y en el corazón de cada hablante. La siento también en la entrañable hondura de los poemas de Tovar, entregados al fervoroso pulso de la ciudad, alargando su voz hacia los seres más humildes que entonces la habitaban: los pobres perros sin amo, vagabundos, ladrando en la madrugada su soledad y su infortunio; los ardientes y pacíficos locos, con brazados de tojos y flores, gritando al aire por las calles sus apasionadas letanías; los magostos del otoño en el Montealegre, con castañas estallando en el fuego y el rojo vino encendido en las mejillas de las muchachas en flor; los paseos familiares al sol, en las tardes de domingo, por senderos serpeando hacia Ceboliño, hacia Piñor, hacia la Granja, para rendir viaje en alguna taberna de suburbio, ante una sabrosa ración de empanada de anguilas, regada con un buen trago del “bon viño d’Ourens”, que el Rey Sabio celebrara en sus cantigas. La siento en las páginas de nuestros escritores de la generación NOS (Otero, Risco, Cuevillas, Ben-Cho-Shey…) convertida en diosa mítica, en hija de Atenea. La siento, en fin, musicada en el repiqueteo del agua sobre el granito de las casas, en las largas noches de invernía. Ourense: canción de piedra y lluvia. (febrero de 2005)
- Sección: Otros
- Publicado el 13 enero 2014
- Por Moncho
VICTOR CAMPIO
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