Estoy sentado al borde del Miño.
Sólo. Cae lluvia vieja y ourensana. Quiero llamar a las puertas del secreto de mi ciudad. En un temblor, rezo a mi yo más puro. Convoco a las presencias que tejen el destino llameante de este trozo de mundo. Entro lentamente en ese espacio que está más allá de los ojos. Es cierto, sabias ancianas se reúnen en lugares secretos de agua caliente: y cuando mariposas las rondan, se sumergen iluminadas en el lado oculto. Quiero conocer el lenguaje misterioso de este lugar. A menudo, cuando paseo por la calle de la Paz, pálidas manos me tocan en la espalda para darme un recado que no percibo. Me desasosiegan esos ojos que me miran fijos en mi insomnio, siempre a punto una lágrima que jamás cae. Poderosas manos me atenazan cuando trato de escapar de la ciudad. Un pez salta en el aire, lleva una seña entre las escamas: me señala el camino para transitar de un tiempo a otro, el sendero en que van juntos por Ourense, vivos y muertos. Asoma ya la Sacerdotisa sobre el río. Apenas veo su rostro que rehuyo. Me golpean todas las grandes preguntas sobre esta Auria que me obsesiona. Quiero saber todo, y el devenir. Sin embargo, ante mí está este lugar cuando apenas se elevaban cuevas y casuchas. En la ribera, jabalíes, ciervos, animales extraños, y lobos, beben tranquilos en el agua.